dilluns, 1 de juliol del 2013






EPICTETO
 
"No pretendas que las cosas sean como las deseas;...deséalas como son"
 
 
Epicteto nació el año 50 cerca de Hierápolis de Frigia, la ciudad de Cibeles, ruidosa de ritos orgiásticos y llena de vapores sagrados. No se sabe cuándo ni cómo fue llevado esclavo a Roma. También su nombre resulta incierto; posiblemente debe de ser un mero adjetivo ("apéndice"). Su señor Epafrodito, a quien algunos juzgan el famoso liberto de Nerón, le desfiguró con fría crueldad. Mientras el instrumento de tortura iba torciéndole la pierna, Epicteto se limitó a decir al verdugo: "¡Mira que la romperás!" Y cuando, finalmente, la pierna llegó a quebrarse, Epicteto añadió sencillamente: "¡Ya te lo dije!"
 
(Hierápolis, c. 50 - Nicópolis, c. 125) Filósofo estoico. En Roma fue esclavo de Epafrodito, liberto de Nerón, y siguió las lecciones del estoico Musonio Rufo; una vez emancipado, se dedicó a la filosofía, en especial a la moral. Con otros filósofos hubo de dejar Roma por decreto de Diocleciano (94). A partir de su enseñanza oral, su discípulo Flavio Arriano de Nicomedia elaboró las Disertaciones de Epicteto, conjunto de lecciones del maestro, y el Enquiridión (traducido como Manual o Manual de vida), colección de máximas.
 
 
Primer concepto fundamental en la construcción de Epicteto es el de la Providencia divina que gobierna el mundo y que lo dirige según las leyes de la naturaleza (coincidentes con las de la razón humana) en el mejor de los modos. Dios, padre de los hombres, lo ha predispuesto todo para su bien material y moral; si el mal interviene en la vida humana no es culpa de la Providencia, sino del hombre mismo que, olvidando su origen sublime y su razón (centella divina que debería guiarlo en todas sus acciones), se deja seducir por falsas apariencias del bien y se somete a los vicios y pasiones.
Con tal proceder, el hombre renuncia a su privilegio, se hunde en la miseria y niega aquella libertad suprema que Dios ha querido darle sólo a él entre todos los seres del universo. El hombre es, en efecto, libre, desde el momento que tiene en su poder las únicas cosas que importan: el uso de su pensamiento, de sus inclinaciones, de su voluntad, de todo cuanto precisa para preservar por completo su libertad de una primera cadena de esclavitud, la de las pasiones que turban el espíritu como enfermedades del alma. En cuanto al segundo vínculo de esclavitud, el de las cosas exteriores, tiene su origen en una idea errónea: honores, riquezas, salud o nuestro mismo cuerpo no nos pertenecen; nos han sido dejados en préstamo, en usufructo; en cualquier momento nos pueden ser exigidos y nosotros debemos estar dispuestos a devolverlos sin demora y sin pesar.
 
Por esto el hombre debe aprender a cifrar todos sus gozos y pesares en aquello que, por ser de naturaleza interior, permanece inalterable, firme y libre de cualquier traba. ¿De dónde saca el hombre la fuerza para ser prudente, seguro de sí mismo, libre frente a los demás hombres y a las adversidades de la vida? Se la da Dios, de quien ha recibido con la razón una partícula inmortal de su omnipotencia. El hombre debe venerar esta porción divina que hay en él y protegerla del contagio de los sentidos, debe escucharla y obedecerla en las horas de duda y de tentación: ella es la conciencia que le conduce a obrar el bien y a vencer serenamente el mal, y la más sólida garantía de su virtud y de su felicidad.

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